Inicio Cuba Colas en Villa Clara: radiografía de una espera dilatada

Colas en Villa Clara: radiografía de una espera dilatada

(Foto de la autora)

VILLA CLARA, Cuba. – Aún no amanece y un murmullo similar al de un enjambre de moscas se dispersa por toda la avenida Sandino. El ruido solo se quiebra por momentos, cuando algún advenedizo se acerca a pedir el último en la cola. La oscuridad no permite siquiera descubrir los rostros de la gente, que se apila debajo de los árboles más cercanos para procurarse su sitio a la sombra, antes que empiece a calentarse el terreno.

Un camión con muchachos uniformados, que no sobrepasan los 20 años, desembarca a las nueve de la mañana en plena calle, y se reparten en tríos en busca de rostros sin nasobucos o algún comportamiento “extraño” que merezca la pena notificar a sus superiores.

Frente a la misma explanada donde antes acontecían los carnavales de la ciudad se forman tres grupos de más de cuarenta personas cada uno, que esperan la apertura de la tienda MLC ubicada en la zona. Los trabajadores del Minimax Sandino respetan el procedimiento y envían a un policía a donde están los primeros agrupados, que están allí desde la madrugada. El oficial les recoge las identificaciones solamente a cincuenta personas que serán llamadas por su nombre, de cinco en cinco, desde el otro lado de la vía. El transcurso de la mañana dirá si será beneficiado el mismo número para una segunda vuelta porque han advertido que el establecimiento puede cerrar al mediodía.

La muchedumbre trata de organizarse en vano. Hay más de tres coleras que aparecen en el escenario reclamando su sitio preferencial en la lista, confeccionada desde la noche anterior por un custodio al que ellas alegan haberle pagado la ayuda desinteresada con un termo de café. Para esa hora, el vigilante se ha ido a casa sin poder testificar a favor de aquellas mujeres.

La vestimenta de las coleras las delata entre las demás mujeres del tumulto. Llevan sandalias salpicadas con brillo, varias alhajas que tintinean, ropa de llamativos colorines y suelen permanecer inmóviles al lado de sus motorinas, medio que garantiza la transportación de la mercancía. Gracias a sus habilidades para revender y negociar se surten de cerveza importada la mayoría de los merenderos y bares particulares de la ciudad.

“Los policías les tienen miedo a los coleros”, dice una muchacha que se identifica como Daimi Hernández y que se supone deba comprar después del mediodía, a pesar de que llegó a las 7:30 de la mañana. “Yo misma me le enfrenté a un oficial y les pregunté por qué permitían ese descaro. Ellos les conocen las caras y los dejan comprar como si nada. Yo no estoy para echarlos pa´ lante, que después me dan un palazo en una esquina y no me voy a joder por un paquete de detergente”.

A las quejas de la joven se suman otros comentarios de una señora que tiene a su madre encamada, otra que viene de una zona rural y asegura que tiene que “ver cómo es eso allá dentro” y los de una madre que debe ausentarse de la cola para llevarle almuerzo a sus dos hijos. La mayoría de las personas que esperan ese día son mujeres y trabajan para el estado. Cada una de ellas ventila su experiencia con la vecina en la cola, para mitigar la espera, la sed y el hambre de tantas horas acumuladas.

Al mediar el día han entrado al establecimiento solo 20 de los primeros seleccionados. Mientras, los descartados tratan de acomodarse en los contenes, cerca de sus antecesores en la fila. Se alimentan con panes con minutas, cuyo valor ha ascendido a 15 pesos, y vasitos de refresco instantáneo que los cuentapropistas “garantizan” cerca de la tienda, ante la nula oferta de los merenderos estatales. Los muchachos uniformados se acercan al camión para merendar. En los alrededores tampoco existe ningún baño público. Los hombres “resuelven” en las esquinas, las mujeres deben esperar.

Cerca de las tres, un trabajador del Minimax Sandino junto a un muchacho vestido de verde recoge cierta cantidad de carnés que no llegan a cubrir ni la mitad de las personas que han llegado en el transcurso del día. Ambos tratan de justificar el cierre temprano de la tienda. “Por la COVID, el horario se dispuso hasta las cuatro de la tarde”, vociferan para que los escuche el tumulto enardecido y retornan al establecimiento devenido en bunker, que los protege de la turba, el jaleo y el calor.

Una señora se abalanza hasta la puerta de cristal para pedir explicaciones al gerente y recibe la aprobación de toda la gente en la cola, que la aplaude como si fuera su embajadora designada. Dentro de la tienda hay tres cajeras y el proceso se dilata demasiado. “Lo que quieren es hacer tiempo para no atendernos a todos los que estamos aquí”. La mujer cuenta a las personas que tiene delante y rompe a llorar sin consuelo en una esquina. Dos muchachas se le acercan y le ofrecen un cigarro y un poco de agua para que se calme. “No vale la pena, niña, que te va a subir la presión”, sugieren.

Dentro del Minimax Sandino hay puré de tomate, café, mantequilla, sazones, filetes de pescado muy caros y panes en paquetes de nylon. Toda la propuesta en dólares se trasluce a través de la cristalería y cada producto está regulado a pocas unidades por tarjeta magnética. Las dependientas lucen agotadas y parsimoniosas. La gente lo justifica en el hecho de que ya no reciben propinas por su trabajo. De vez en cuando se cae la conexión en medio del procedimiento de compra, que puede extenderse, por consecuencia, por más de media hora o cuarenta y cinco minutos. Quienes llegaron en la mañana han pasado ocho horas en aquella explanada y puede que no lleguen a comprar nada.

“Mire, yo estoy aquí desde las once de la mañana y necesito mayonesa para la niña”, implora una mujer con su hija al lado a uno de los policías. La mujer dice que se llama Oralia Sánchez y que, en su tarjeta, solo tiene 20 dólares que le regaló el padrino a la niña “para las cosas de la merienda”. Ella y su hija necesitan mayonesa, o aderezo, o un paquetico de perros calientes para echarle al pan que no les cueste más de 140 pesos en el mercado informal. Quisieran comprar otras cosas, muchas más, “si es por necesidad, necesito la tienda entera. Además, tengo esos dólares, ya los metí ahí y no puedo hacer más nada con ellos”, protesta.

Una señora corpulenta y de baja estatura se acerca al grupo de descartados y les insinúa que se anoten en su lista por el mismo orden de llegada y que vuelvan temprano al día siguiente. De esta forma, serán los primeros en entrar al mercado, mucho antes que los coleros, porque ella asegura que tiene el negocio “limpio y garantizado”.  La gente opta por moverse al centro de la ciudad, hacia la tienda Praga, que debe cerrar a las cinco de la tarde.

Frente a Praga hay diez personas que tocan insistentemente en el cristal para que la gerente se apiade de su desesperación. Son apenas las 4 y 20 de la tarde y ya han comenzado a apagar las luces y a limpiar los pasillos del establecimiento. La gerente está en la segunda planta, donde hay dos cajeras que recogen sus pertenencias para retirarse a sus casas. La mujer sale a la puerta y explica que sus trabajadoras viven muy lejos y que no hay transporte. Ha sido un día perdido para muchos de los que trataron de comprar en el Sandino. “Habrá que comerse la tarjeta. Esto no es culpa de ella”, dice un hombre que le ha increpado antes a la gerente y que se va, como ayer, con las manos vacías a su casa.

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Laura Rodríguez Fuentes

Periodista. Ha escrito para Vanguardia, OnCuba, La Jiribilla y El Toque. Reside en Villa Clara