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El estigma de ser cubano

El estigma de ser cubano (radiorebelde.cu)

LA HABANA, Cuba.- “Los cubanos son tan nobles que no les importa. Se conforman con poco, son felices así”, me discutía hace unos días cierto conocido corresponsal de prensa extranjero mientras conversábamos sobre las leyes cubanas. Aunque intenté demostrarle mi posición opuesta a la de él, poco logré.

Tenía impregnada en su mente una idea de país tan “a la moda” en los últimos tiempos y tan “conveniente” para garantizar sus intereses personales sin comprometerse demasiado (está pensando, terminado su contrato, en comprar una propiedad en la playa para dedicarse a la renta de habitaciones al turismo), que apenas logré se marchara enfadado. Sin embargo, su obstinación no me sorprende.

Solo con revisar las regulaciones tributarias de la ley 113 del 2012 más todas las facilidades otorgadas a la inversión extranjera en los últimos años y reflejadas en la ley 118, se comprende por qué a muchos de los extranjeros que visitan o invierten en la isla les importa poco cuán bien o mal les va a los cubanos.

“Es irrelevante la cuestión”, pudiera argumentar cualquiera de ellos. Los cubanos no tienen capacidad legal para convertirse en elemento significativo dentro de su propio país aun cuando, potencialmente, pudieran definir el rumbo de muchas cosas. Basta con tener en cuenta el grandioso capital financiero (y humano) que existe al otro lado del Estrecho de la Florida, forjado durante décadas por cubanos, y que, bajo condiciones favorables, pudiera ser inyectado a nuestra economía en crisis.

Las restricciones internas más el obsesivo control ideológico han librado a mucho extranjero de tal pesadilla. Sobre todo a algunos europeos, temerosos de una solución definitiva a las tensiones entre Estados Unidos y Cuba que termine por sustraer de la ecuación tanto a aventureros como a competidores mediocres.

No solo la isla les resulta atractiva por los autos antiguos, la obsolescencia tecnológica o esa miseria palpable que a muchos conviene confundir con el “color local” sino por ese retorcido marco legal que, además de mostrar a las claras el dilema del régimen entre consolidarse en el poder por la fuerza y a la vez atraer el capital necesario para lograrlo, permite al extranjero vivir una aventura colonizadora que los devuelve a aquella época de conquistadores.

Las leyes no solo los favorecen sino que los entronizan como ciudadanos de primera con respecto a nosotros los “nativos”, hoy condenados a ser solo fuerza de trabajo, barata, o emisores de remesas impedidos de acumular capital suficiente (o declarar su acumulación) para transformarnos en empresarios prósperos con capacidad legal de negociar de igual a igual ya no en el contexto internacional, ni siquiera dentro de nuestras fronteras.

Un ejemplo sencillo. Mientras a los foráneos se les estimula con exenciones de impuestos hasta por casi una década, a los nacionales se nos atiborra de obligaciones tributarias que la mayoría de las veces terminan por conducir a la quiebra, incluso cuando estamos hablando no de comerciantes de cierto relieve sino de simples vendedores ambulantes, arrendadores de sus propias viviendas o taxistas (boteros) que ni siquiera el gobierno los clasifica como “pequeños empresarios” sino como “cuentapropistas”.

Quizás sea el nuestro uno de los contextos económicos más discriminatorios de la iniciativa autóctona.

A todas luces ha sido totalmente diseñado para frustrar el emprendimiento individual de los ciudadanos, pieza indispensable para el verdadero desarrollo económico de cualquier nación, en virtud de mantener un nivel de subordinación al gobierno y dependencia de este casi total que impide o lastra el nacimiento de una clase de ciudadano muy difícil de controlar y manipular ideológicamente por el Partido Comunista.

El simple hecho de que un ciudadano cubano solo adquiere el derecho de invertir en su propio país bajo la condición de que emigre y más tarde retorne como “cubano residente en el exterior” es suficiente para comprender cuánto pesa sobre los hombros del ciudadano de a pie los fatalismos de “ser cubano” y “vivir en Cuba”.

Al mismo tiempo que las leyes convierten la nacionalidad ya no en privilegio sino en un estigma o carga onerosa, el propio discurso oficial, canalizado en la prensa, acentúa y agiganta las distancias entre los ciudadanos y su entorno, creando una entelequia llamada “Cuba” que hacia el exterior es un producto de consumo, sinónimo de playa, sol, tabaco, sexo, oportunidades pero que hacia dentro, en las profundidades no catalogadas como “destinos turísticos”, resulta un verdadero Calvario, en tanto una masa popular la identifica como propiedad privada del gobierno y dentro de la cual, por ende, no es posible reclamar derechos.

Los obstáculos legales o solapados creados por el gobierno para impedir la prosperidad individual de los ciudadanos, la negativa a aceptar la participación normal de estos en la economía, condenándolos a un apartheid cuyo único propósito es erradicar la amenaza que supone la emergencia de una clase social con suficiente poder económico como para convertirse en un rival político a temer, han erosionado de modo preocupante el sentimiento nacional de los cubanos al mismo tiempo que han ralentizado y puesto en peligro ese “avance económico” pretendido.

Cada día aumenta en decena de miles el número de cubanos que buscan un cambio de nacionalidad y que, logrado el objetivo, anuncian la metamorfosis con orgullo como si esto supusiera un automático ascenso en la escala social. De hecho es así, aunque duela aceptarlo.

Fijémonos en cómo se han disparado en la isla los casos de acciones discriminatorias que, por comunes, ya no son noticia.

Dársenas que solo otorgan derecho de atraque a tripulaciones extranjeras o a cubanos radicados en el exterior.

Propiedades inmobiliarias que solo admiten compradores o arrendatarios no cubanos.

Obreros de la India y Pakistán tienen prioridades en las contrataciones por parte de las empresas constructoras europeas establecidas en Cuba e incluso reciben salarios que superan en más de veinte veces el pago mensual promedio de cualquier peón cubano. Salarios de albañiles, electricistas o cocineros importados que son incluso muy superiores a los que reciben, mediante contratos draconianos, los médicos cubanos “colaboradores” cuyos servicios son comercializados en el exterior o en las clínicas destinadas al turismo de salud.

Otra muestra son las regulaciones para limitar la entrada de cubanos a los hoteles y áreas frecuentadas por extranjeros solo porque “arruinamos el paisaje”.

Incluso la propia prensa oficialista se ha visto obligada a dar cuenta sobre las quejas tanto en La Habana como en el interior del país sobre la fijación de obligatoriedades en el consumo mínimo como maniobra para impedir la “molesta presencia” de cubanos.

Obligar a que un cubano compre su derecho a entrar ‒solo a entrar, ya no digamos a hospedarse‒ a un hotel por un precio que casi supera el salario promedio mensual es humillante.

¿Qué ocurriría si en un café de París el mesero le pidiera a un coterráneo que abandone el lugar solo por ser francés o por pedir una bebida o comida cuyo precio en el menú no sobrepasa los cinco euros?

Retornando al tema inicial sobre la marginación por medio de las leyes, algo sobre lo que apenas se ha reflexionado en los análisis sobre el caso cubano es que, en gran medida, y aunque parezca no guardar relación, la estabilidad prometida al inversionista extranjero se asienta sobre la constante inestabilidad del contexto donde se desenvuelven los cuentapropistas cubanos.

Considerados como un “mal necesario”, los “emprendedores” están condenados si no a una vida efímera entonces a permanecer inmóviles en una economía exclusivamente de subsistencia, lo cual, a largo plazo, terminará por desestabilizar todo el sistema al no existir incentivos individuales y al transformarse el país en un lugar poco o nada atractivo para quienes lo viven a diario y a sabiendas que su categoría social y sus perspectivas de crecimiento personal son lastradas por la maldición de nacer y vivir en Cuba y que poco dependen de la capacidad de emprendimiento.