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Guanabo, crónica de otra desdicha cubana

LA HABANA, Cuba.- En la parada de la avenida del puerto, en La Habana vieja, se han formado dos filas tupidas a la espera de un mismo ómnibus. La señora que reparte los tickets, sucios y manoseados, le explica a un par de muchachos que una de las colas, la más grande, es para los que quieren ir sentados, que a los de la otra, les corresponde inevitablemente el pasillo del carro. Son las tres de la tarde y el sol castiga sin misericordia a la multitud reunida en el lugar, que se dirige en masa hacia las playas del este. A unos metros de la parada, los taxistas establecen sus tarifas a nacionales y extranjeros: dos, tres y hasta cinco CUC por persona. “Tómalo o déjalo”, advierten.

Dentro del ómnibus, un grupo de adolescentes prenden su bocina portátil con las letras ininteligibles de Bad Bunny. Una mujer protesta por el mal olor del vecino. Ha empezado a correr el sudor, la amalgama de fluidos humanos, el aliento caliente de cien personas que se dispersa en un área comprimida. Dos mujeres avientan en alta voz sus problemas maritales y un desconocido las aconseja. Son 30 kilómetros, casi una hora de viaje aferrados a un tubo metálico para llegar a la playa, como vacas al matadero, como sardinas enlatadas, como tres en un zapato.

En Guanabo hay zonas de gente pudiente, villas para oficiales y altos dirigentes del gobierno, casas con piscinas y hoteles de lujo para extranjeros. “La playa está muy linda, todo el mundo está en la playa”. Tres alemanas, blanquísimas, han sido llevadas al mar cubano por primera vez. Son custodiadas por par de mozos morenos que les ofrecen tragos largos de Habana Club y les acarician el pelo con caras lascivas.

“Coditos tostados”, “mazorcas”, “tamales”. Lázaro Ulloa camina kilómetros de arena caliente para tratar de vender todo lo que contiene su saco de nylon. Dice que vino desde Moa para instalarse con unos primos en La Habana, que trajo a sus dos hijos y que viven con cuatro personas más en el centro de la ciudad. Lázaro viaja a diario a Guanabo para “hacer negocio”. Casi nunca se va con las manos vacías porque “la playa da mucha hambre”, apunta. “Lo que más me resuelve la vida son los pomitos de agua congelada a 25 pesos cada uno. Aquí se pasa tremendo trabajo, pero La Habana es La Habana y yo pa´ Oriente no regreso más”.

El cielo en Guanabo ha comenzado a nublarse. Una de las alemanas ha salido rodando cuesta abajo desde las dunas en su intento por sostenerse en pie. El mozo que la acompaña la levanta en peso y la lleva al agua para refrescarle la cabeza. El otro se frota las manos y sabe que han hecho la tarde con las “yumas”, mientras les ofrece otro trago largo a las dos sobrias restantes. Ha comenzado a relampaguear y la gente recoge presta sus sombrillas.

A las seis de la tarde un aguacero infernal ha dejado la playa vacía. El gerente de uno de los establecimientos cercanos cierra la reja del kiosco y prohíbe la entrada al lugar. “No me dejes pasar a nadie”, le grita al dependiente. “Que se mojen, como si los parte un rayo, que después me dejan todo esto aquí lleno de arena”. Una mujer corre en vano con su hijo pequeño en brazos para que no les alcance la lluvia y se queja por la falta de solidaridad. El único taxista disponible pide 25 CUC hasta el Vedado. Las alemanas y sus jineteros alquilan el vehículo.

En una garita del parqueo colindante se aglomeran más de quince personas. El agua penetra sin compasión por los agujeros del cuartucho y los truenos asedian cada cocotero cercano. Un ómnibus recoge a tres de los guarecidos y les niega refugio y transporte a los demás porque “la guagua es de una empresa y está alquilada”. En un espacio de tres metros los cuerpos buscan protección sobre los otros.

En el paradero de Guanabo hay reunidas más de quinientas personas y ha llegado un vehículo repleto de policías. La muchedumbre desesperada toma por asalto el único ómnibus disponible y una muchacha cae suspendida en un charco de agua. Otros jovenzuelos ebrios sacan una navaja para defender su hombría y los obligan a penetrar en una de las patrullas. “Al menos estos se van de aquí”, comenta alguien. Los oficiales tratan en vano de organizar la cola y se escucha a un borracho gritar improperios del presidente.

Una señora comienza a sollozar del miedo, de la incertidumbre para volver a su casa. “Tú no querías playa, coge playa”, le espeta el marido. Son las ocho de la noche dentro del ómnibus que llega hasta Guanabo y retorna a la urbe “maravilla” de 500 años. Hay arena dispersa en el pasillo, mujeres desprovistas de ropa, sudor salado que se mezcla con el olor nauseabundo del alcohol y el humo de cigarro. Guanabo no es lugar para pobres, es sitio para extranjeros, gente pudiente, hoteles de lujo, villas para funcionarios con autos modernos.