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Los rumanos y su oportunidad sagrada de ser libres

MIAMI, Estados Unidos.- Pocos hechos históricos son más satisfactorios que la derrota, muerte o fuga inesperada de un tirano, como ocurrió en Rumanía con Nicolae Ceaușescu.

Ciertamente, no ocurren con la frecuencia debida. Casi siempre los más connotados mueren en sus respectivos lechos convencidos de los beneficios que prodigaron a sus pueblos avasallados.

Ya se sabe que, desafortunadamente, no hubo un juicio de Nuremberg para los dictadores comunistas y sus cómplices. Tal vez por eso han seguido pululando por el universo con su genocida doctrina, incluso celebrados por intelectuales y celebridades, distantes de sus fechorías, que disfrutan la democracia.

Aunque es grato para los cubanos en libertad estar convencidos de que el artífice de la debacle nacional “descansa” en una pavorosa tumba del legendario cementerio de Santa Ifigenia, de donde alguna vez será desterrado, es ciertamente penoso, por otra parte, que su hermano Raúl Castro siga moviendo, tras bambalinas, las cuerdas de la represión y la intolerancia.

En uno de los tantos documentales que narran la caída y posterior ejecución sumaria del dictador rumano Nicolae Ceaușescu y su esposa Elena, el 25 de diciembre del año 1989, una joven cuestionada al efecto confiesa que no se cansa de ver la imagen donde consta que ambos cayeron fusilados.

Los Ceaușescu estaban a la fuga en un helicóptero cuando el piloto decidió aterrizar por la probabilidad de ser derribado en pleno vuelo. Apresados y conducidos a un lugar donde se les juzgó por genocidas, en pocas horas, sus vidas atrabiliarias terminaron ante las armas.

La escena donde se les comunica la sentencia y son amarrados por las muñecas para conducirlos ante el pelotón de fusilamiento, mientras forcejean patéticamente, es de repetir varias veces, como recomendaba la joven rumana, sobre todo para quienes hayan padecido, en silencio y preteridos por el resto del mundo, el tormento de una dictadura comunista.

El oficial que estuvo a cargo del fusilamiento revela que utilizaron ametralladoras para su empeño, lo cual garantizaba que no podrían salvarse.

Varias organizaciones de derechos humanos consideraron, por entonces, que el proceso para exterminar al dictador no había sido justo, sin asomarse siquiera al chiquero de país en que había convertido a Rumanía.

En Cuba, ni la ejecución del dictador rumano, ni la ansiada caída del muro de Berlín en noviembre del mismo año 1989 fueron noticias ampliamente cubiertas como en el resto del mundo occidental.

La revolución que dio al traste con el comunismo en Bucarest sumó poco más de mil víctimas caídas defendiendo la garantía de libertad.

De aquellas cenizas emergió una cinematografía que hoy marca pautas en los más importantes festivales internacionales.

The Way I Spent the End of the World (La manera en la que pasé el fin del mundo) es una película de la mencionada filmografía que tuvo la fortuna de ser producida por Martin Scorsese y Wim Wenders en el año 2006.

De hecho, es la opera prima del director Cătălin Mitulescu y su historia se desarrolla justamente un año antes de la caída de Ceaușescu.

Los apagones de electricidad continuos, el dictador viviendo en un palacio con baños enchapados en oro, suerte de dios inalcanzable y benefactor. Los opositores tratados como parias en la cárcel y al regresar a la comunidad. La corrupción rampante en todos los estamentos de gobierno.

El pueblo en las últimas etapas de sufrimiento insoportable, conteniendo un odio visceral contra el sátrapa.

Este es el panorama donde se mueve la humilde familia Matei, protagónica del filme, agobiada por lo absurdo de una existencia sin futuro.

La joven Eva, de 17 años, quien estudia en una institución con ciertos privilegios, pierde la matrícula cuando accidentalmente tropieza y rompe el busto de Ceaușescu durante un escarceo amoroso con el hijo de un miembro de la policía política que su madre le recomienda para la conveniencia de todos.

En el tecnológico a donde la trasladan conoce al hijo de un preso político, con el cual planea la fuga del país cruzando el gélido río Danubio, vigilado por implacables guardias fronterizos que tienen la orden de disparar a los fugitivos.

Su hermano Lilu, de apenas 7 años, hace lo indecible por participar en el coro donde hay planes de agasajar al dictador durante una visita a su escuela primaria, porque quiere aprovechar la ocasión para ajusticiarlo.

Todos maldicen en silencio al déspota y el régimen que les ha impuesto a sangre y fuego, pero están atrapados en esa suerte de círculo vicioso que solamente suele encontrar salida en la violencia.

La escena donde la familia atiende en la televisión el último discurso de Ceaușescu, interrumpido por el pueblo, es de una emoción indescriptible. Todos se abrazan y lloran porque la añorada libertad finalmente parecía posible.

The Way I Spent the End of the World es la prueba al canto de que no se presentan tantas oportunidades para derrotar a una dictadura comunista enquistada, y cuando aparece debe ser asumida con tenacidad y contra todos los riesgos.

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