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‘Yo tengo una mina de oro’ Cubanet

(AFP)

LA HABANA, Cuba.- Yariel creyó alguna vez que había encontrado el mejor de todos los negocios. Por esos días vivía en un pequeño caserío cercano a Moa, en la provincia de Holguín, donde se había desatado una fiebre a la que algunos rebautizaron, y con razón, como la del oro. Yariel estuvo entre los que contrajeron tal excitación y acompañó a esos que hurgaron en el fondo de los ríos, en sus laderas, en cualquier hueco donde pudiera estar dormido el metal.

El muchacho se fue con quienes hincaron las paredes de una cueva junto al río, o al más agreste de los sitios. Yariel se hizo compañero de esos hombres de cualquier edad, y también de las osadas mujeres que cargaron palas, picos e improvisadas escurrideras. Entre estas últimas estaba Lisette, la novia de Yariel.

El joven creyó que la suerte le había tocado a la puerta, que finalmente había una razón para creer que el futuro para el oriente cubano sería promisorio. Fue un amigo quien le habló del oro que podían encontrar, y lo incitó a que hicieran el pequeño viaje, y allá fue, creyendo en la fuerza de sus brazos, en sus habilidades, en la suerte.

Así pasaron la primera semana, durmiendo a la intemperie, pero no encontraron al rastros del “dorado” que buscaban, sin embargo los deseos se mantuvieron firmes, y soportaron mosquitos, erupciones en la piel, algún catarro, y hasta hambre. Yariel volvió con las manos vacías esa primera vez. Unos días más tarde volvió con deseos renovados al mismo sitio, y como aquellos indios que encontraron los conquistadores en el oriente del país, se hincó de rodillas en el río para encontrar la “suerte”.

En la tercera ocasión la tropa fue mermando. Lisette estuvo entre las desertoras, y él creyó que era mejor porque tendría una preocupación menos y quizá más suerte. Y tuvo razón porque después de atender a los consejos de los más “expertos”, del mejor reconocimiento de la zona, y de la trabajosa limpieza del metal se enteró de que había conseguido casi tres onzas, y se fue a venderla. Ya tenía un contacto, que le pagó setenta y cinco CUC, con los que compró ropa para él y para su novia. Con el resto del dinero, bien poco, preparó otro viaje, y al regreso le pagaron cincuenta, y luego una suma casi idéntica.

Y supone que le habría seguido yendo bien, de no ser por el policía que decidió extorsionarlo, y al que pagó esa vez, y en otra ocasión. “Si no me salvas vas preso”, y pagó, y volvió dos veces más, y en la tercera el policía no le creyó que había vuelto sin nada, y por eso lo puso en una celda toda la noche, y quizá hubiera estado más si su madre no interviene amenazando al policía con hacer una denuncia.

Yariel tuvo miedo y no volvió más a buscar oro, pero hizo otro viaje. Esta vez agarró una mochila con lo poco que tenía y salió a la búsqueda de otro “Dorado”. El destino fue La Habana. Aquí están todavía, él y su novia, a pesar de las dos deportaciones. Ahora la búsqueda es otra, pero el sitio puede ser tan peligroso como el anterior. En aquel trabajo lo peor eran las reacciones del mercurio aunque él aprendió a tomar precauciones. Ahora Yariel acompaña cada día a su novia a la calle Monte. Ella ofrece su cuerpo y sus destrezas eróticas por diez o quince CUC, y hace lo que tenga que hacer para conseguirlo, para que sus clientes se “envicien”.

Yariel siempre está muy al tanto, es él quien descubre al posible cliente. “Yo sé lo que nos gusta a los machos”, me dice. Es él quien estudia el terreno y saca conversación con la “presa”, pero solo si lo nota interesado en los atributos de su muchacha. En ese momento sí que ataca y asegura, con cierta desfachatez, que ya se la “comió” como tres veces, y que vale la pena pagar los quince pesos. Él le abre el camino y ella “ataca” luego, hace su parte. Yariel está seguro de haber resuelto su vida. “Yo tengo una mina de oro”, asegura, y para que no me quepa duda apunta con su índice a la entrepierna de su novia.

Yariel y Lisette no son excepciones de una regla. Ellos también estuvieron buscando su “Dorado”, y solo lo encontraron en la calle Monte, muy lejos de esa tierra que vio nacer a los Maceo. Ellos, como tantos se ven obligados a migrar, se esconden de la policía porque son indocumentados en la capital de su país. “Y no me da la gana de vivir allí por un salario de trescientos pesos cubanos”, dice, y asegura que ellos ganan diez veces más que una prima que es médico, a quien “salva” cuando va por oriente.

“La miseria nos llevó a esto”, dice, y también que no se siente culpable. Asegura que si lo hubieran dejado buscar oro la cosa habría sido diferente. “Los demás no son mejores que yo”, y me dice que su bisabuelo también se alzó en la Sierra Maestra, luego me hizo una seña para indicar que su mujer había terminado con su trabajo. “Voy a ver cuánto dio la mina”, y alcanzo a contemplar el beso que él le diera a su muchacha, a su mina de oro. Así son nuestras minas de oro, esas que no permiten más que la sobrevida.