La cristiandad de Oriente está condenada a muerte. En lugar de lamentarse en voz bajo o mirar para otro lado, el Vaticano debería entrar resueltamente en el tema y tomar las mediadas que se imponen para proteger y salvar a su rebaño de esa parte del mundo. Por el contrario parece resignada a ver desaparecer a los crisitianos de Oriente, ya sea por la muerte o el exilio. ¿Los gobiernos europeos? Ni están ni se les espera.
Los cristianos de Oriente son perseguidos y discriminados, acosados, asesinados, dispersados por la violencia. Ya sólo falta a este cuadro la concentración en campos, aunque Turquía y el Líbano ya acogen a tantos de ellos huidos de Siria en campamentos que podemos hablar ya de alguna forma de deportación.
El silencio de los occidentales acerca de este drama, la insolidaridad general hacia esa parte del mundo cristiano, con el que nos une tantos lazos históricos, culturales y espirituales es intolerable. Nuestras autoridades católicas parecen mucho más interesadas en las buenas relaciones con el islam que por la compasión activa hacia sus hermanos del Levante.
El islam se ha convertido en una fuerza política en Occidente, todavía disimulada bajo la coartada religiosa, pero es ya capaz de paralizar cualquier oposición a su acción en Oriente. Cuando oímos a las máximas jerarquías de la Iglesia emplear, como una invocación mágica, la expresión “tierra de islam” para hablar de esa región, donde nació el cristianismo y sugieron las primeras comunidades cristianas, debemos constatar el fin programado de los cristianos de esos países.
Europa entera es hoy “tierra de conquista” o “tierra de guerra” (Dar al-Harb). Numerosas mezquitas surgen a diario, construidas bajo la mirada estupefacta de los europeos, que no parecen entender la gravedad de la implantación islámica y el significado de ese auténtico acto de posesión, sin vuelta atrás en la mentalidad de los colonos que están poblando nuestros países.
En la “casa del islam” (Dar el-Islam) es el gobierno de la mano de hierro, la sumisión total del individuo a golpes de látigo y de sable si es necesario. En la “tierra de conquista” es todavía el guante de seda, la palabra suave, el discurso victimista y el proyecto apenas confesado de instalarse, extenderse, apoderarse y dominar. Ya conocemos a los complices de esta empresa, ya sean idiotas útiles o traidores pagados para ello. Actúan en todos los campos de la sociedad. La minan, la corroen, la debilitan, la entregan al odio de ella misma, al deseo de suicidio. Vemos a diario en todas partes los estragos que causa esta corrupción. Ningún país, ninguna nación, ningún pueblo está a salvo de este veneno.
Los cristianos de Oriente parece que han llegado al final de una larga, dolorosa y a menudo sangrienta resistencia de siglos. En estos momento están pagando un precio altísimo a esta ofensiva mandada por un dios que manda en todo y esclaviza las mentes y los cuerpos de sus seguidores. Allí son unas masacres, aquí son proclamas que anuncian la victoria, en otras partes son caricias a los poderosos del momento, siempre el cálculo, expeditivo o a largo plazo. Tácticas diversas dejadas a la apreciación de unos y otros, pero una estrategia única, intangible: la victoria final. Quien no entiende esta ecuación, de una simplicidad absoluta, no entiende nada.
El drama es que nuestros gobernantes conocen perfectamente esta ecuación. Ya sean de izquierda, de derecha o hasta del centro, han elegido el camino de tratar de domesticar el peligro, de darle carta de ciudadanía a la amenaza. Simulando olvidar que menos de un siglo después que un nómada iluminado y fanático exterminara en un baño de sangre a todo aquél que se le oponía en Arabia, las tropas de sus sucesores arrasaban las costas andaluzas, el valle del Guadalquivir y las tierras castellanas.