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Editorial: Golpe a la calidad del transporte

A lo largo del 2022, un total de 19 autobuses ardieron en las calles de San José por fallas mecánicas. El número es más bien modesto, porque en los últimos cinco años el promedio es de 33 unidades incendiadas, según datos recopilados por el Cuerpo de Bomberos. La estadística se acerca, entonces, a tres vehículos al mes.

Los problemas mecánicos crean otros peligros, pero la cantidad de incendios es reveladora del estado de buena parte de la flotilla de transporte público. Para entender su deterioro, no hacen falta las llamas. Los usuarios conocen bien las incomodidades de todos los días y, en la desigual pugna por producir mejoras, sus intereses siempre llevan las de perder.

La plena incorporación de criterios de calidad a la fijación tarifaria es una asignatura pendiente pese a los planes propuestos desde mediados de la década de los noventa, cuando el Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT) contrató asesorías para diseñar modelos ajustados a las circunstancias nacionales.

Un decreto emitido en el 2000 nunca logró el cambio deseado. Mientras las autoridades elaboraban los manuales de evaluación, enfrentaban los cuestionamientos legales y dotaban al Consejo de Transporte Público (CTP) de los recursos necesarios para aplicar la normativa, pasaron otros 14 años. Entonces, la Defensoría de los Habitantes acudió al Tribunal Administrativo de Transportes para obligar al CTP a exigir los estudios de calidad.

En el 2015 se produjo la primera evaluación, pero fue parcial y elaborada por las propias empresas. Cuando se planteó la necesidad de hacer revisiones objetivas al año siguiente, el sector señaló la necesidad de un cuidadoso proceso de acreditación de los evaluadores para seguir retrasando el control. En casi tres décadas, no fue posible reflejar a cabalidad, en las tarifas, la calidad del servicio.

Ahora, la Asamblea Legislativa está a punto de debilitar uno de los pocos criterios de calidad existentes: la limitación de la antigüedad de los autobuses. Es un criterio muy general y deficiente, porque otros factores inciden en la aptitud de un autobús para el servicio público y algunos llegan a estar en malas condiciones antes de alcanzar la vida útil fijada por ley. No obstante, el límite temporal impide los peores excesos.

El límite fijado hasta el momento es de 15 años, y los legisladores, bajo presión de los transportistas, pretendían elevarlo a 20. Las protestas de diversos sectores redujeron la pretensión a 18 años. La justificación son las pérdidas causadas por la pandemia, pero muchos otros sectores sufrieron en ese trance. El proyecto, como es usual, se planteó con los pequeños empresarios como mascarón de proa. Sin embargo, los mayores beneficios serán cosechados por las grandes empresas.

Para ayudarles durante la pandemia, a los autobuseros se les redujo el canon del Consejo de Transporte Público (CTP) y la Autoridad Reguladora de los Servicios Públicos (Aresep), así como el derecho de circulación. Todavía más importante es la suspensión generalizada de la rebaja del 4,75% en los pasajes y, en muchos casos, los arreglos de pago de cánones pendientes. También se les flexibilizaron los requerimientos de horario y flotillas en circulación.

Pasar una nueva factura a los usuarios con la disminución de la calidad del servicio, incluida su seguridad, no se justifica. El proyecto de ley demuestra, una vez más, el músculo del sector, flexionado con éxito para impedir durante años el control de calidad, la sectorización del sistema y la adopción del cobro electrónico para fiscalizar mejor la demanda como factor decisivo de las tarifas.

A lo largo del 2022, un total de 19 autobuses ardieron en las calles de San José por fallas mecánicas.