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Filosofía, Dios, la vida (IV)

En la vida apareces en la hora que te toca de un día, de un mes, de un año, en un lugar determinado de un planeta que se llama Tierra y que es uno de los nueve que giran en torno a una estrella enana amarilla –el tercero y de los medianos- que conocemos como Sol y que se ubica en un universo que no permite ver su final. Eso sí, nos dicen que estamos en una galaxia –una más de los millones de ellas que parecen existir- que se llama la Vía Láctea o Camino de Santiago, que la forman doscientos mil millones de estrellas, calculadas a ojo de buen cubero y otros astros –planetas, satélites y vete a saber cuáles más- innúmeros, e inhabitados según parece. Es la razón vital que dice Ortega y de la que emana todo lo demás, sucesivo y concatenado.

Somos un animal mamífero. Los seres humanos no lo olvidemos, formamos parte de la biodiversidad terrenal. No en vano, velis nolis y mal que nos pese, taxonómicamente, somos parte del reino Animalia, del subreino de los Metazoa, del phyllum de los Cordata, del subphyllum de los Vertebrata, de la clase de los Mammalia, del grupo de los Eutherios ó Placentarios, del orden de los Primates, del suborden Anthropoidea (Haplorrini), del infraorden Simiiformes, del parvorden Catharrini (Viejo Mundo), de la superfamilia Hominoidea, de la familia Hominidae, de la subfamilia Homininae, de la tribu Hominini, del género Homo y de la especie Sapiens. Esto último es esperanzador y debiera ser sinónimo de responsabilidad. Parece que hay una chispa en nosotros que nos eleva de nivel y que se hace evidente.

Nacemos de una madre, una hembra que nos sufre nueve meses –o doscientos setenta días- en su cavidad abdominal mientras nos construimos para salir a la vida, aportándonos alimento y medios de formación física y crecimiento de su propia sangre, por haber tenido que ver en amores y sexo con un padre, que normalmente asiste a la fiesta y colabora en nuestra bienvenida.

Hemos sido invitados a la vida, sin nuestra anuencia, por lo que hay que presumir que supone un beneficio, que es bueno y que Alguien ha optado por nosotros, por esa razón. Otra cosa sería una crueldad insoportable que no cabe en un Dios benevolente. Estamos supeditados ya al tiempo y al espacio, y a una durabilidad o fecha de consumo preferente.

Cuando nacemos comienza a correr para cada uno algo que llamamos tiempo –tipo taximetre- que no sabemos lo que es, pero que condiciona nuestra vida, nuestra edad –tempus fugit- y que se relaciona con lo que llamamos espacio, distancia y duración, y así entendemos algo de su sustancia, que no es mucho.

Nuestra madre viene preparada -y tuneada al efecto- para alimentarnos en los primeros meses con algo adecuado a nuestra frágil condición infantil. Procedemos de dos progenitores, estos de otros dos cada uno, y así sucesivamente cada antecesor –dándose la paradoja de que cuanto más vamos hacia atrás procedemos de más gente, cuando son menos los habitantes- por lo que arrastramos una genética compleja que huye de la endogamia cuasi-incestuosa que tuvo que haber en un principio y difícilmente coincidente, así que lo normal es no parecernos a nadie, y resultar únicos e irrepetibles para nuestro bien o para nuestro mal, aunque perpetuemos rasgos propios de ese acúmulo. Nos sentimos responsables de nuestros actos y rechazamos de natural el determinismo, porque percibimos un margen de maniobra a nuestra voluntad y a nuestros actos que llamamos albedrío, dentro de unos condicionantes, muy condicionantes.
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Es la historia mendeliana de los guisantes, que se complica a cada paso y que poco a poco, a lo largo de años y años, se ha comprobado que existe una genética prodigiosa en nuestras células y una cadena de ADN en ellas, propia de cada cual, a manera de código individual, que regamos por todas partes a lo largo y ancho de nuestras vidas por breves que sean. ¿Casual? ¿Sin finalidad alguna?

Todo a partir de una pareja de células, que unidas forman una sola que se divide y subdivide continuamente hasta ser millones y darnos forma humana en 3D, y conformar un ser, una persona, que va a salir a la vida desde el calor animal de una madre y continuar en marcha hasta que Alguien le llame a capítulo.

Nuestro corazón late durante muchos años –pongamos algo así como 35 millones de veces al año, lo que es todo un prodigio, que en 80 años suma 2.800.000.000 de latidos- y nos parece algo normalito y resulta que somos un 71% de agua y la suma de unos cuantos elementos.

El 29% restante hasta el 100% es: el 23% carbono, el 5% nitrógeno, calcio y fósforo y el 1% restante de esos 29%, lo componen tres docenas de elementos en cantidades mínimas –en ningún caso aparecen las tierras raras para la ansiada conectividad, que se facilita a peseta y perfecta en nuestros cerebros- que en una droguería no nos costarían mucho más allá de cinco o seis euros, si no menos, por el tiempo en hacer paquetitos, más que por el producto en sí. ¿Una casualidad, obtener tanto con tan poco? Un auténtico reto.

En este mundo galáctico se miden las distancias por años-luz. La luz recorre en un segundo 300.000 km, 18.000.000 km en un minuto y 1.080.000.000 km en una hora, 25.920.000.000 km por día y 12.580.800.000.000 km por año. La estrella más cercana a nuestro sol, que se llama Próxima Centauri, está a 4,22 años-luz, que son 39.924.284.000.000 km. La luz del Sol tarda en llegar a la Tierra, en recorrer los 149.600.000 km que nos separan, 8 minutos y 19 segundos, o 499 segundos.

Miramos al cielo cuando nos llama la atención la luna en la noche y se ven infinidad de puntitos en la lejanía. Al Sol, de día, no le podemos, ni debemos mirar. Alguien dice que no es infinito el número de estrellas porque entonces se vería todo blanco y nos da lo mismo, porque no pensamos mucho en ello. Simplemente, para poder dormir.

Estamos flotando sobre una bola de tripas incandescentes, una esfera provista de una costra de unos treinta kilómetros de espesor medio que contiene un magma a miles de grados y que tiene un radio de seis mil trescientos setenta y un kilómetros, un diámetro de doce mil setecientos cuarenta y dos y un perímetro ecuatorial de cuarenta mil setenta y seis.

Un bombón de licor preocupante, que gira como una peonza a 1.669 kilómetros por hora -463.6 metros por segundo- para un punto inscrito en el ecuador, porque ha recorrido los 40.074 km en 24 horas. El cálculo no tiene problema alguno. La velocidad con la que recorre el planeta los 930.000.000 km de elipse en torno al sol en un año –trazando los solsticios y los equinoccios en virtud de los 23, 5º de inclinación del eje terrestre en relación al plano de la eclíptica, ni más, ni menos, que producen las cuatro estaciones a lo largo del año, en un alarde de casualidad y exactitud suiza- supone una velocidad de 10.616 km por hora, 3 km por segundo, 6,36 veces más velocidad que en la rotación. ¿Lo notamos? No, pero es así, tal cual lo digo. Es lo que tiene el vacío interestelar, ni te despeinas.

A esto añadamos que nos movemos con la galaxia a mayor velocidad aún y al año que viene el día de hoy, dentro de 365 días, habremos recorrido más de 18.000.000.000 km, (120 veces la distancia de la Tierra al Sol) a razón de 49.315.068 millones de km diarios, 2.054.790 km hora, o 570 km/por segundo. Diecinueve veces más velocidad que en la traslación. ¿Notamos algo? Tampoco. Es sorprendente y parece mentira, al menos a mí. Es una cadena de velocidades enormes y crecientes que se suman y tiene todo el aspecto de una locura, pero que no se avienen a nuestro concepto de velocidad y muy posiblemente aportan la imprescindible estabilidad al sistema. No me cabe duda de que es el secreto paradójico.

La sensación en una noche tranquila de verano –cuando cantan los grillos y huele a verbena, a hinojo y a hierbaluisa- es de paz, de quietud y de sueño y nos incita al amor y a la procreación de vida por la interactuación de macho y hembra, por poco que nos faciliten la tarea, lo que procura satisfacción y placer. Es todo un invento divino y no del diablo. Es la vida.

Nos desenvolvemos en una capa gaseosa y acuática, la biosfera, que envuelve nuestro planeta y que supone una pequeña parte del volumen que se aprecia en el planeta cuando se contempla desde la estratosfera. La fina capa gaseosa de unos tres kilómetros de espesor, que permite la vida –la biosfera- rodea enteramente la esfera terrestre y todo aparece azul y apetecible desde la distancia. La biosfera acuática salada ocupa un 70,9% de los 510.101.000 km2 –casi las tres cuartas partes- que tiene la superficie de la Tierra, por tanto, suma 361.661.600 km2 esa hidrosfera que, con unas determinadas temperaturas terrestres, que dan 15º medios durante miles de años, se corresponde con una cantidad de evaporación que va a proveer de agua regada y dulce a toda su superficie irregularmente y en forma de lluvia, granizo o nieve. ¿Otra casualidad? Resulta un equilibrio excepcional y muy complejo, que produce unos resultados muy especiales.

Otras superficies y otras temperaturas darían otras evaporaciones y otras precipitaciones diferentes. Nunca llovería a gusto de todos, sin duda, pero ¿qué tipo de vida se produciría? Tanto una biosfera –la aérea- como la otra –la que se desenvuelve dentro del agua- tienen un espesor medio que no pasa de tres kilómetros vivibles la primera y de cuatro la segunda, en los que es posible la vida. Cuando una se superpone a la otra, como es en el caso de los océanos en los que están los cuatro km de agua medios y los tres km de atmósfera, tenemos una biosfera de aproximadamente siete kilómetros de espesor medio, pero ambas caben muy aproximadamente en un cubo de 1.560 kilómetros de arista o lado, lo que, comparado con el perímetro de la Tierra de 40.000, es algo pequeño, delicado y frágil, a cuidar. Una veintiseisava parte de él, esta arista.

En ella se suceden los fenómenos que facilitan la vida y el clima -los vientos, las corrientes marinas, la lluvia y la nieve, las horas de sol (la constante solar) las temperaturas y los solsticios y equinoccios, que son otros fenómenos ¿casuales? fundamentales muy seriamente para la vida, marcando las estaciones del año en cada lugar.

Bueno, pues a esto añadamos el magnetismo de la Tierra. Algo que tampoco entendemos bien y no sabemos cómo se produce eso de que el polo Norte sea el Norte y el Sur sea el Sur, como nos indica una simple brújula en virtud de su existencia. Ese campo magnético bien desarrollado de la Tierra, amén de otras tantas cosas, nos protege cual escudo poderoso –fuerza de Lorentz- de los maléficos y letales rayos gamma del viento solar, radiación electromagnética ionizante constituida por fotones, muy penetrante, que procede del Sol y sus elementos radiactivos, semejante a los rayos X, de mayor longitud de onda y enormemente perniciosos para la vida –que la harían imposible tal como la conocemos- y son desviados por él hacia el espacio exterior. ¿Otra casualidad?