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Los ancianos en el socialismo post-fidelista cubano

Ancianos en Cuba. Foto Archivo

LA HABANA, Cuba.- No hay dudas de que en este torneo por la subsistencia en que se ha convertido el socialismo post-fidelista, a quienes peor les va es a los ancianos. Y no me refiero solo a los enfermos, los que andan con bastón, los que perdieron la mente o la vista, o a aquellos jubilados que tienen que recoger latas y botellas vacías en la basura, vender maní o revender periódicos para ganar unos pesos con que poder malcomer, o comprar los medicamentos que necesitan, si es que los hay en la farmacia, porque sus míseras y malamente simbólicas pensiones no les alcanzan ni para una semana, por mucho que planifiquen y se aprieten el cinturón.

Tampoco es envidiable la suerte de las personas que pasan los 70 años y se ven lúcidas, fuertes, saludables. Peor aún si andan bien vestidas, si denotan prosperidad. Son mal vistas, incomprendidas, sorda y maldisimuladamente rechazadas, cual si fueran culpables de algo.

En Cuba se ha vuelto malo ser viejo y estar bien. Es mejor no hacer demasiado ostensible la salud y el bienestar, a ver si tienen más consideraciones contigo, si te tratan mejor, si no te tienen roña.

A los ancianitos que se ven muy enfermos, seniles y deteriorados, todavía hay quien los ayuda a cruzar la calle, les da el asiento en las guaguas –sin importarles que no sea de los pocos asientos asignados a los impedidos físicos–, o un vecino les lleva un plato de comida a sus casas o les hace algún favor. Pero si es un anciano que aparenta estar bien, como no inspira lástima, entonces es un “viejo de mierda”. Que no espere condescendencia alguna. La mayoría de las veces caerá pesado, y no le aguantarán ni una majadería. Ni siquiera si tiene la razón, como sería el caso si se quejara del reguetón a todo volumen en casa de los vecinos que no lo dejan dormir pasadas las once de la noche.

Solo le admitirán las majaderías y las pesadeces, y hasta se pondrán más que serviciales, serviles, si notan que tiene dinero, bastante dinero, para pagarles los servicios y los favores, de la índole que sean. Pero entonces tendrá que tener cuidado, mucho cuidado, para que no le cobren de más, le roben o le estafen. O lo que es peor, le asalten y lo maten, si preciso fuera.

Los dueños de negocios o los que reciben remesas de sus familiares en el exterior, no importa cuán desprendidos sean con el dinero, generalmente son considerados tacaños. La envidia y la maledicencia los rodean. Y siempre tienen tras ellos a alguien dispuesto a hacerles favores, a amarlos, a acompañarlos a compartir la vida, si no tiene familia, para que no se sienta tan solo en una casa tan grande…

Muy mal caerá el viejo que Viagra o PPG mediante, y pasmando dinero, se las arregla para presumir de una amante que descansadamente puede ser su hija o su nieta. Y ni hablar si es una vieja que se buscó un pepillo…

Decía que los mayores de 70 y pico de años son considerados por muchas de las personas más jóvenes como si fueran culpables. ¿De qué? De que estemos así, tan mal como estamos.

He escuchado a muchos jóvenes que suelen responsabilizar a la generación de sus abuelos de la situación del país. En unos casos, por haber apoyado irrestrictamente durante muchos años a la revolución de Fidel Castro. En otros, en los casos de los que nunca estuvieron con el régimen, por no haberse largado a tiempo, a Estados Unidos, adonde quiera, llevándose a sus familiares. Y si se hubiese ido solo, y no pudo o no quiso sacar a los demás, al menos ahora les enviaría remesas…

Muchos septuagenarios y octogenarios siguen apoyando al régimen. Echan de menos al Comandante en Jefe, leen el Granma cual si fuese la Biblia, y para ir a la cola del pan o la bodega, visten con orgullo el gastado pantalón verde olivo de sus años mozos y el pulóver rojo con la consigna “Ordene” que le dieron para alguna marcha o mitin de repudio. Se niegan testarudamente a ver el desastre, y tratan de mantener el fervor, o aparentarlo, como si aún estuvieran en los primeros años 60. Y algunos, si ven “los errores cometidos”, si los admiten, siempre hallan justificaciones: el bloqueo yanqui, el burocratismo, las orientaciones malentendidas, la indisciplina, los extremistas, “los oportunistas que engañaban a Fidel y no le decían la verdad”, etc. Por muy mal que les vaya, por mal que se sientan, sobre todo con ellos mismos, se niegan a dar su brazo a torcer y admitir que derrocharon su tiempo y sus energías en una causa, que más que equivocada, lo intuyen, resultó perversa.

Esos ancianos aferrados ciegamente al castrismo, a los que invariablemente la gente tilda de “chivatones”, son los que peor caen. Todavía son temidos, aunque ya no tanto. Ya ni siquiera la policía les hace demasiado caso a sus confidencias y sus informes.  Ahora son el hazmerreír del barrio. Eso, en el mejor de los casos. Si no, son denostados, despreciados, odiados.

A Marrero, uno de mi barrio, cuando pasa, maltrecho, le gritan con sorna y en falsete las consignas que hasta hace unos años repetía por las calles, a través del megáfono.

Conozco en San Miguel del Padrón, allá por la Loma de los Zapotes, a un tipo decente y jovial, cincuentón, tornero de los buenos, que elude hablar de política (no le interesa, dice). Jamás ha hecho daño a alguien, pero todavía no le perdonan que su ya hace varios años fallecido padre, que se decía más comunista que el camarada Vladimir Ilich, vestido de miliciano y con la Makarov al cinto, se jactara de que en su barrio jamás permitiría que “los gusanos asomaran la cabeza”.  Todavía hoy hablan pestes y horrores de aquel viejo fanático y tremebundo, guarapito con tofa y jefe de vigilancia del CDR, que a tantos perjudicó con sus informes y chivatazos. Se niegan a aceptar que todos sus descendientes no sean iguales. Como si “eso” se llevara en la sangre o el ADN.

Y uno no puede evitar preocuparse cuando en vez de antídotos para la cura del mal totalitario, se percibe tanto odio y resentimiento acumulado durante demasiado tiempo, y que no cede, sino que crece, intoxicando aún más  a esta sociedad.

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